El análisis, característico del ego, separa y complica. Busca razones, culpables y explicaciones, manteniéndonos atrapados en el conflicto y la duda. Esto nos desconecta de la paz, porque refuerza la ilusión de la separación.
El Espíritu Santo opera desde la aceptación total. No juzga ni separa, sino que ve más allá de los errores hacia la verdad y la unidad. La aceptación no es resignación sino un acto de confianza que deshace la culpa y nos devuelve a la paz. Elegir la aceptación del Espíritu Santo nos libera de sobreanalizar, guiándonos hacia la serenidad y el amor.
«El ego analiza; el Espíritu Santo acepta.» (UCDM, T.11.V.13:1).
Los juicios, tanto hacia nosotros mismos como hacia los demás, son una fuente constante de culpa. Al juzgar, proyectamos nuestras inseguridades y errores, reforzando la creencia de que somos imperfectos y separados del amor. Esta percepción genera un ciclo tóxico, pues al condenar a otros, inconscientemente nos juzgamos a nosotros mismos. A esto se le añade más carga de culpa inconsciente, por ser conscientes en algún nivel de lo que estamos haciendo para compensar nuestros sentimientos de carencia.
Renunciar al juicio rompe este ciclo de culpa y nos abre al reconocimiento de nuestra inocencia y la de nuestros hermanos. Al elegir la aceptación en lugar del juicio, liberamos el peso de la culpa y hacemos espacio para la paz y la unidad que reflejan nuestra verdadera naturaleza.
«No tienes idea del tremendo alivio y de la profunda paz que resultan de estar con tus hermanos o contigo mismo sin emitir juicios de ninguna clase.» T.3.VI.3:1
